Una mujer extraordinaria. Ana Estrada es la protagonista de una de las batallas más conmovedoras y valerosas por la dignidad del ser humano que se hayan librado en mucho tiempo en nuestro país. Gracias a ella, se ha abierto un camino al derecho a morir con dignidad y de la reivindicación de este derecho como patrimonio de las personas, en el cual el Estado no tiene otro rol que garantizarlo como un derecho humano fundamental.
Hasta la lucha de Ana Estrada, el ámbito de la muerte humana era y sigue siendo todavía un campo vedado a los derechos fundamentales. En el espacio de la muerte, solo valían de modo absoluto las disposiciones legales del Estado y las decisiones de los médicos, en ambos casos casi siempre influidas o determinadas por preconceptos y prejuicios de diversa índole. Qué acto bárbaro, inhumano, aquel de obligar a otro a soportar padecimientos indignos, en nombre de creencias ajenas. La voz, la opinión, la convicción del paciente, simplemente no contaban, no se escuchaban, no merecían considerarse.
Los pacientes terminales quedan desamparados, expuestos a lo que, con toda justicia, se denomina ensañamiento terapéutico, en el cual los médicos emplean recursos y procedimientos para mantener artificialmente una vida ya inviable, sin perspectivas de curación, que solo puede ofrecer la prolongación del tormento o el incremento cotidiano del sufrimiento a una persona, a la cual se le trata sin atender su opinión, ni respetar su derecho a decidir sobre la continuación de un tratamiento médico sin expectativa de sanación o mejora.
Esto empieza a cambiar ahora con la lucha pionera que Ana Estrada libró en estos cinco recientes años de la enfermedad incurable que sufrió por tres décadas y que había entrado a su fase terminal. Con admirable serenidad y lucidez, Ana Estrada argumentó abiertamente sus razones para defender y hacer respetar el derecho de un paciente a decidir el momento en que desea poner punto final a los sufrimientos de una enfermedad que solo puede empeorar sin cesar.
Gracias a Ana, se ha encendido una luz muy poderosa que deberá permitirnos a todos convertir la muerte digna, decidida con plena autonomía de la libertad personal, en un derecho plenamente respetado por el Estado y sus instituciones, funcionarios y profesionales. Ana ha logrado que prestemos atención a este aspecto de la realización de los derechos fundamentales que andaba absolutamente descuidado y olvidado, pese a que concierne a todos.
Emociona en particular saber que Ana llevó a cabo esta batalla, hasta ganarla, desde su soledad de paciente de polimiositis, una enfermedad crónica y degenerativa que va atrofiando e inmovilizando los músculos, uno tras otro, hasta hacer imposibles las acciones más elementales. Inmovilizada en su lecho, con alguna sonda que permitía determinadas funciones elementales ya perdidas, Ana decidió que, antes de partir, debía librar esta contienda por ella misma y por los demás que sufren situaciones similares.
No fue nada fácil. La lucha conceptual y jurídica de Ana por el derecho a tener una muerte digna encontró a cada paso enemigos enconados. Adversarios gratuitos, que no la conocían, ni se interesaban por percibir y menos por comprender su caso, que juzgaban y la condenaban a partir del fanatismo, derramando odio a borbotones ante el supuesto atrevimiento que significaba desafiar dogmas inhumanos.
La administración de Essalud estuvo desde un principio, de manera radical, en contra del reclamo de Ana. Por ello, esta institución pública fue la destinataria de la acción jurídica. Gracias Josefina, gracias Percy y gracias a otras y otros tantos. Fueron varios años de pelea argumental en diversas instancias del Poder Judicial hasta que, por fin, Ana pudo obtener la victoria jurídica con el reconocimiento explícito de su derecho a la muerte digna. No obstante, aún pasarían varios años para hacer que se acate la sentencia.
Essalud estaba obligada, según la sentencia, a aprobar un protocolo para hacer efectivo el derecho de Ana. Tenía para ello un plazo acotado, pero la institución recurrió a varias maniobras para eludir el cumplimiento de la obligación. Por fin, después de dos años de litigio adicional, y de reiterados apremios judiciales, Essalud aprobó un protocolo insatisfactorio, que creaba nuevas dificultades y fue inmediatamente observado por Ana. Finalmente, Essalud terminó por aceptar las objeciones de Ana y dejó expedito su derecho a decidir sobre su propia muerte como paciente.
En el camino de su lucha, Ana se interesó por otros casos de personas enfermas y se comprometió ejemplarmente con ellos, apoyándolos y contribuyendo decisivamente a difundirlos y defenderlos, como ocurrió, por ejemplo, tratándose de María Benito, paciente terminal de esclerosis lateral amiotrófica. En todo momento, Ana entendió su lucha como un esfuerzo no solo personal, sino sobre todo como una contribución al bien de los demás.
Felizmente, en su lucha Ana contó con el apoyo de su familia, de personas que fueron conociéndola y sumándose a su causa, y una abogada que ejerció su defensa con riqueza de argumentos claros y certeros, que deben ser revisados y asimilados por todos los estudiantes y los abogados comprometidos con la defensa de casos de esta naturaleza. No nos equivoquemos. Ana abrió el camino, pero la lucha prosigue.
Ana dejó este mundo, ejerciendo su derecho a la muerte digna, el domingo último. Lo hizo con el mayor decoro y discreción. Jamás la olvidaremos. Siempre le estaremos agradecidos por la heroica obra que impulsó desde la más absoluta invalidez física y por la nobleza y altruismo de sus intenciones y objetivos. La señora Estrada nos ha dado la más sencilla pero inolvidable lección de desprendimiento, luchando en el nombre de todos. Jamás tantos debimos tanto a alguien tan frágil en tan diversos planos: el de la justicia, el de la ética, el de la conducta personal. En una época en la que la indignidad y la corrupción se diseminan en nuestra sociedad y Estado, Ana Estrada nos deja el legado de una dignidad impecable.
Gracias querida Ana por recordarnos que el derecho a la dignidad debe entenderse como válido para toda la vida del individuo, incluida la terminación de ésta. Gracias totales por enseñarnos que el derecho a vivir en forma digna importa también el derecho a morir con dignidad. Me quedó con tu ejemplo y tu sonrisa.
Publicado el 26 de Abril en el Semanario Hildebrandt en sus Trece